Alguien tenía que morir
Alguien tenía que morir
Habíamos perdido todo lo que alimenta a una relación, y me refiero a alimentarla saludablemente.
La ausencia de cariño, de eventual ternura, de simple apego embebido o no de afecto; eran muestras fidedignas de que la amistad y el amor habían desaparecido por completo.
A esa altura de los acontecimientos sabía perfectamente que nada tenía solución, ni tan siquiera una separación ya que su personalidad de ofidio-arpío me destruiría a diario por el resto de mi vida.
Ecos del vulgo azuzaron mis recuerdos, fugaz y convincentemente invertí el mensaje con el esperanzador resultado:”Nada tiene solución a no ser que mueras”. Así fue como esa noche decidí que sería su última cena.
Mi falta de determinación hizo que además del veneno, también haya conseguido antídoto. Fue muy fácil, no tanto como asumir mi indecisión ¿o se trataba de miedo?
La suspicacia de él se reveló de inmediato cuando le propuse encargar la cena. Algo especial. Argumenté confusa y estúpida que deseaba una velada tranquila para hablar despojados de odios, noche sin afrentas, apuntando a ganarnos mutuamente moléculas de confianza.
Me sentí más segura y resuelta cuando en medio de mucho recelo y extrañeza él aceptó y hasta accedió a sacar una botella del mejor tinto de su colección particular de vinos. En ese momento confieso que lo odié aún mucho más.
Tantas ocasiones en que llegué a suplicarle que compartiéramos semejante delicia, solo para obtener un rotundo “NO” como respuesta, y ahora, esta noche en que había decidido acabar con él, asentía sin presiones. Maldito cabrón.
Llegó tarde el encargo, justo al acabar la botella. Sorprendente e inexplicablemente trajo otra de su bodega. Fue en ese momento cuando derramé todo el veneno en su vaso que atesoraba un dedo del brebaje rojo.
Pechugas de pollo a la almendra y salsa de champiñones, ensalada húngara y pastel de limón.
El festín se concretó entre ásperos halagos a los platos, torpes intentos de conversación y miradas de reconcomio.
Mi corazón dio un vuelco al oír su “te quiero”, después de largos y amargos años. No pude contestar nada y él impuso un paréntesis enfilando hacia el baño. Confusa, indecisa, así me dejó allí sentada.
Lo único que atiné a hacer, fue regar su vaso nuevamente, pero esta vez con todo el antídoto. Nueva oportunidad, anular el veneno.
Él tardó menos de lo esperado, se dejó ver a pocos metros apuntándome con la pistola que nunca habíamos usado.
Vaya noche para estrenos…,sin duda alguien debería morir esa noche.
Había visto la manipulación de su vaso y con gritos enfurecidos me instaba a beberlo. Así me bebí su salvación.
Desde hace tres días; él, el arma, las botellas y el vaso, son tan solo un mal recuerdo enterrado en lo que era el jardín.
Relato cedido a Tejiendo el Mundo por Antonia. (Derechos reservados por la autora)
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